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Nuestro homenaje póstumo a José María Calleja

Nuestro Homenaje Póstumo A José María Calleja

José María Fernández Calleja in memoriam (1955-2020)

El Centro Memorial de de las Víctimas del Terrorismo recuerda estos días a todas las víctimas del Coronavirus, pero muy especialmente al periodista y profesor universitario, José María Calleja, fallecido en Madrid el pasado 21 de abril. Queremos recordar su compromiso inequívoco contra el terrorismo y en favor de sus víctimas, en cuya memoria escribió el primer libro, el primer alegato, en favor de las mismas. En ese vínculo especial con la víctimas colaboró en diversas actividades con el Centro Memorial. Una de ellas, la publicación, en septiembre de 2018, del libro “Memorias del terrorismo en España” (Editorial Los Libros de la Catarata), con Raúl López Romo como coordinador editorial. Calleja contribuyó a este trabajo editorial con un testimonio suyo sobre la campaña de ETA contra las drogas.

Agradecemos muy especialmente a la Editorial Los Libros de la Catarata que nos permita reproducir aquí el texto de José María Calleja.

 

 

“Se bajaron de la moto y le pegaron un tiro. ¡Dificilísimo! Un tiro al indefenso sentado con su bocata regular, un tiro por sorpresa. Un tiro a un señor desarmado, quieto parado, indefenso, rutinario y “colocado”, que todos los días hacía lo mismo a la misma hora y en el mismo sitio: apretarse un bocadillo. Acción de gran envergadura, casi como tirotear a la cúpula del clan de Escobar en Colombia.”

“Ese atentado, el de Ángel Facal Soto, me tocó ‘cubrirlo’ a mí, y aquello era un revolotear de críos en torno al cadáver, un mirar al muerto y seguir jugando; había gente que seguía en los bares, como si no fuera con ellos (…). Estábamos esperando al juez de paz, luego los policías, los atestados del atentado, la ambulancia, lo de siempre… Un muerto, asesinado en soledad y rodeado de bullicio.”

Cuando ETA decía que tenía solución para las muertes por la droga

José María Calleja

 

José María Calleja es doctor en Ciencias de la Información, profesor de Periodismo en la Universidad Carlos III y colaborador en diversos medios de comunicación.

 

En los años ochenta la droga se llevó por delante, pongamos, dos generaciones de jóvenes españoles. Las madres -los padres no solían estar- no sabían lo que era la droga; conocían el alcohol, el tabaco, y no pensaban que estos fueran droga, eran un hábito cultural, lo de toda la vida de sus maridos, antes, durante y después de comer y cenar, pero no sabían qué era eso de la droga: qué forma tenía, qué textura, cómo la consumían sus hijos, por dónde entraba en sus cuerpos; por qué les dejaba tan mal, si ellas les habían hecho la comida y la cena a su hora. Sabían las madres, a ciencia cierta, que unos mocetones bien alimentados de Eibar, de Pasajes, de Bermeo, de Ondarroa, acababan convertidos en guiñapos después de haber consumido un producto que ellas desconocían. Misterio. Sensación de culpa. ¿Por qué mi hijo hace esto? ¿Por qué me ha salido así? Todo muy judeocristiano. La sensación de culpa se deseaba exonerar buscando un culpable. En los ochenta, los terroristas de ETA y sus portavoces lo mismo alardeaban de tener soluciones definitivas para la reconversión de los electrodomésticos de línea blanca que atentaban contra los concesionarios de coches franceses, porque Francia entregaba a etarras a troche y moche a mediados de la década. Los etarras, que lo mismo extorsionaban a un empresario que lo hacía bien y creaba riqueza y puestos de trabajo, que le volaban la cabeza a un policía, a un guardia civil, símbolos fosilizados por la propaganda etarra, previamente deshumanizados, llamados perros (txakurras), para facilitar el tiro en la nuca. Los etarras, digo, decidieron que aquello de la droga tenía solución, solución milimétrica, parabellum incluso.

En su idea de construir un frente de rechazo que se ofrecía como solución para todos los problemas que tuvieran los vascos -a base de tiros, claro- decidieron los asesinos en régimen industrial que el problema de la droga tenía arreglo también en su alternativa KAS. Así, se pusieron a asesinar a los supuestos responsables de la droga en Euskadi, como si no hubiera drogas en ninguna otra parte del planeta. Como si no hubiera un mañana, que diríamos ahora. Como los crímenes de la banda terrorista siempre han estado más cerca del olor a berza que sube por el patio común del piso de alquiler, que de las “infraestructuras” y los “comandos” con los que pomposamente se les nombraba durante años -“potente moto”, “acción en segundos”, “testigos paralizados y mudos”, se decía después de algunos crímenes-, los etarras, pongamos de Rentería, se pusieron a asesinar a los supuestos responsables de la droga.

Ángel Facal Soto, que, como tengo escrito, se apretaba todas las tardes en su Pasajes natal (Gipuzkoa) un bocata, después de haberse fumado un porro, fue uno de sus “objetivos”. El “comando”, o sea, el grupo de asesinos, casi en zapatillas a cuadros, se montó en una vespino y sobre las ocho de la tarde, fuera de la hora habitual y madrugadora en la que se perpetraban otros crímenes, se llegaron hasta el bar de Pasajes, donde sabían que estaba Facal. Se bajaron de la moto y le pegaron un tiro. ¡Dificilísimo! Un tiro al indefenso sentado con su bocata regular, un tiro por sorpresa. Un tiro a un señor desarmado, quieto parado, indefenso, rutinario y “colocado”, que todos los días hacía lo mismo a la misma hora y en el mismo sitio: apretarse un bocadillo. Acción de gran envergadura, casi como tirotear a la cúpula del clan de Escobar en Colombia. Digo. Un tiro que se vendía como equivalente a un petardo contra las mafias yugoslavas o italianas. Un paisano indefenso, que hacía todos los días las mismas cosas, a la misma hora, en el mismo sitio…, arriesgadísimo. Tremendo y ruin, en realidad.

El asesinado tenía una barba rubia, pelo rubio, ojos claros, y era inofensivo como un caracol en reposo, pero los criminales decidieron que aquello era un atentado de bandera, un crimen aglutinador, una acción performativa -aunque no supieran qué demonios eso significaba-, un ataque a los que, con la droga, dañaban a familias saludables, vascas vascas, con aitas y amas que igual iban a misa regularmente. Ahí lo tenéis, parece que decían a las madres vascas los asesinos vascos en serie: vuestro hijo está hecho una piltrafa y nosotros hemos asesinado –“ejecutado”, decían-, al culpable de vuestros males. Tenemos solución para todo, se vanagloriaban en sus comunicados solemnes los criminales. Tenías un problema, vasco de pro, y nosotros, el ‘gran hermano’ que todo lo ve, lo hemos solucionado. Ves. Vótanos, cree en nosotros, el mañana nos pertenece, y así. Ese atentado, el de Ángel Facal Soto, me tocó ‘cubrirlo’ a mí, y aquello era un revolotear de críos en torno al cadáver, un mirar al muerto y seguir jugando; había gente que seguía en los bares, como si no fuera con ellos.

Aquel hombre, que tenía la cabeza como empotrada en los hombros corvos, estaba quieto de muerte y los adultos miraban, quietos, y los críos miraban, revoloteadores, se apartaban, seguían jugando y volvían a mirar. Los bares llenos, digo. La normalidad de un muerto tendido en la acera con su propio charco de sangre, un círculo rojizo y una barba larga y rubia, como si le obligara a dar explicaciones de su propia muerte no deseada. Estábamos esperando al juez de paz, luego los policías, los atestados del atentado, la ambulancia lo de siempre… Un muerto, asesinado en soledad y rodeado de bullicio. Había muchos policías que vivían en el mismo humilde barrio del pueblo del asesinado, Pasajes. A dos de esos policías nacionales los asesinaron luego, cuando salieron de paseo con botas de monte, pantalón de pana, camisa a cuadros y los perros, tras un mes de lluvia interminable. Tiros en la nuca y los cadáveres con los pies tocantes, con el perro ladrando para avisar. También me tocó ‘cubrir’ esto dos asesinatos de policías un día de sol después de tanta lluvia, y hablé entonces del dolor, del perro, de los compañeros golpeados y rumiantes en su sufrimiento, y discretos; la embocadura el puerto de Pasajes y la genista amarilla por definición, andando por el monte con los compañeros de los dos policías asesinados.

Después de un intento de otro atentado, los policías del barrio de Facal y de los dos policías asesinados, salían con camiseta blanca de tirantes, con el fusil CETME. Los he visto en una escena surrealista, como tantas otras, provocada por los terroristas. Luego, otro día, lo etarras llamaban a la puerta de una casa de un edificio de Trintxerpe, al lado del Pasajes de Facal, y le pegaban un tiro al que les abría la puerta a la que habían llamado en un domingo electoral. Aniquilaban a un drogota de autoconsumo, el que pasaba pequeña mercancía para luego él consumir. Nada de Medellín. Tras el crimen, los asesinos, en horario de oficina, se iban a casa y hacían un comunicado solemne en sus redundancias, diciendo que estaban acabando con la droga, resolviendo el problema, dando satisfacción a tantas madres perplejas y estupefactas, a tantos padres dolidos. Un problema, una solución. Ese era el modelo etarra. Todo se arreglaba con ETA. Espolvorearon los etarras la especie según la cual la droga la metía España en las venas vascas, para amortiguar a las juventudes rebeldes euskaldunas. Como todas las estupideces, esta se propagó a la velocidad de la luz entre los que jaleaban la violencia, la justificaban y la deseaban.

Se pasaba por alto por alto con esta engañifa la evidencia de que la droga había supuesto una escabechina, una matanza, en Galicia, en Cádiz, en Barcelona, en Valladolid. En Madrid, ni te cuento las bajas; en Valencia, en Santander, en Barcelona, en Málaga…y en todas las ciudades españolas en las que están ustedes pensando y acordándose de un amigo, un vecino, un familiar, muerto por la cosa de la droga en los setenta y ochenta, cuando todo era posible y nada tenía consecuencias. Otra información que me tocó cubrir: Fausto Galende, un drogota, también de Pasajes, atrincherado en un balcón, pidiendo droga como un poseso. Los etarras, que tenían la planificación de todos los miedos muy organizados, montaron una asociación que se llamaba Askagintza, para luchar contra la droga, buscar un culpable español y ofrecerse como solución nacionalvasca. La llevaba un sujeto del Ayuntamiento de Hernani (Guipuzkoa), Txus Congil, se llamaba. Por allí pululaba un tal Balentxi, cura tripontzi, que explicaba a las madres de los drogotas que el problema de la droga era por culpa de España. Se lo decía Balentxi en la antesala de los juicios que se hacían en la Audiencia provincial de Guipúzcoa y yo ‘cubría’ cuando estaba en EFE.

Balentxi iba en bici, con unas espuelas en los pantalones, para no mancharse de grasa, y luego ejercía como cura, con uniforme de cura, en los funerales de etarras, pongamos el de Bakarne Arzellus, cuando a los etarras les dio por tirotear los llamados ‘intereses franceses’ y lo mismo asesinaban a los policías españoles de marrón, los que custodiaban a los camiones franceses en Irún, que ponían bombas en los concesionarios de vehículos franceses, el de Peugeot de la calle Prim, de San Sebastián, por el que tantas veces he pasado. En fin, que mataban a Ángel Facal Soto, de raigambre gallega, hijo de los que llevaban el gasolino, el barco que unía los dos Pasajes, un pobrecillo que consumía droga todos los días con bocata de tortilla y que su leve trapicheo consistía en conseguir droga, un poco, para consumir droga, un poco. Cuando le mataron, su cadáver de barba rubia, con los hombros encajados en su cuerpo encorvado, con su ropa humilde y su charco de sangre, su cadáver rodeado de críos que jugaban. La Idoia López Riaño, alias “Tigresa”; su pareja de entonces, un etarra que luego huyó a Venezuela, formaron el comando Oker, que lo mismo asesinaba a Facal que daba un ‘palo’ a una caja de ahorros. Con los atracos, el comando se montaba un piso con moqueta.

Gentuza, gentuza asesina, que se vendían como arregladores del terrorífico problema de las drogas que devastó a miles de jóvenes en toda España en los años ochenta y noventa, que las madres vascas, ni del resto de España, no sabían lo que era; supuestos arregladores a base de matar a paupérrimos consumidores, indefensos y rutinarios. El idiota moral, siempre de guardia, nos dice ahora desde Madrid que la droga la metía la poli para neutralizar a los borrokas vascos. Posverdad que a base de repetirse aspira a buscar un culpable y alzarse como cierta. La droga se llevó por delante la vida de miles de jóvenes españoles en toda España, con independencia de su lugar de nacimiento.

 

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